“In memoria”
A mi amigo Paco Luna.
(El día 23 hará un año de su muerte)
A
veces nos encontramos en la vida con personas que nos marcan de una manera
especial, con las que convivimos y con las que compartimos nuestras pequeñas o
grandes cosas. Personas de las que nos hacemos, de alguna manera, cómplices y
amigos. La amistad, cuando es sincera, es un vínculo muy fuerte, algo sagrado
que perdura incluso por encima de los límites de nuestra comprensión humana.
Recuerdo muy nítidamente la
primera vez en mi vida que vi a ese pequeño gran hombre. Se acercó a mí repleto de aquel entusiasmo
casi infantil que le rebosaba desde el
alma y, nervioso, impulsivo y vehemente,
tal cual era, me dijo emocionadísimo que
aquel discurso que acababa de pronunciar, el de la famosa pirámide invertida, le había parecido uno de las mejores
reflexiones cofrades que había oído en su vida.
Se trataba de la idea que yo tenía en la cabeza de cómo debía ser la
verdadera hermandad, un discurso que articulé frente a los hermanos fundadores
de la Resurrección, en la primera asamblea y que ciertamente sirvió para
contagiarlos del ímpetu necesario para que el proyecto que nacía, tomara forma,
fuerzas y continuara hacia delante, hasta su buen fin.
Su pelo cano, rizado y prieto,
su rostro rollizo, como sus labios, su piel bermeja y sus ojos alegres y
vivarachos, elogiándome de manera tan entrañable, tan intensamente que, desde
aquel mismo momento, intuí que aquel hombre y yo llegaríamos a ser grandes
amigos.
Lo cierto es que aquel comienzo
tan intenso, tan explosivo de nuestra Hermandad, no sirvió de mucho, pues el
proyecto murió de éxito. Tristemente suelen pasar estas cosas. Aquel génesis
fallido desencantó a muchos que terminaron alejándose de la hermandad para siempre, algunos por voluntad propia y
otros no tanto, lo cierto es que el Padre Rafael, gestionando aquella primera
crisis, nos llamó a algunos para que afrontáramos el proyecto y asumiéramos un
protagonismo que inicialmente no tuvimos, en la que fuera la primera Junta de
Gobierno. Aquel segundo nacimiento de
nuestra hermandad fue doloroso, pues ciertamente supuso la ruptura con un
tiempo y con determinadas amistades que debo reconocer que eran importantes,
pero a pesar del dolor, algunos no dudamos en afrontar el problema y decidimos continuar con el proyecto a
sabiendas de que nos enfrentaríamos a tiempo difíciles, pero en la convicción
de que era eso lo que debíamos hacer desde nuestra responsabilidad, y así lo
hicimos.
Fue mi gran amigo José Adolfo
Baturone quien dio un paso importante y comprometido, poniéndose al frente de
aquella segunda Junta de Gobierno, que partía hacia la aventura de un nuevo
renacer, con un modelo diferente, quizás no tan ilusionante, pero mucho más
real. Aquella nueva junta, mermada de
miembros, tuvo que incorporar nuevos
nombres, y entre ellos el de este hombre, quien se había ofrecido a pertenecer
con aquella ilusión resplandeciente con la que nos contagiaba a todos. Bueno, creo
que sería más correcto afirmar que con su ilusión tan radiante nos maravillaba.
A partir de aquel momento, fruto
de la convivencia diaria que mantuvimos desde entonces, se fue forjando una
amistad profunda, amparada en el contexto de nuestra fe, porque ambos creíamos,
pero lo hacíamos de manera diferente.
Esas diferencias propiciaron largas y agradables tertulias entre él y
yo. Él exponiendo sus ideas un tanto
arcaicas, pasadas, basadas en su
formación de catecismo antiguo, y yo, tratando
de explicarle mi fe en un Dios Vivo que no se ve en las estampas ni en las
tallas de Cristos Procesionales de Madera, sino en los ojos de las personas, de
nuestros semejantes, con independencia de que viviéramos nuestra fe en el seno
de una cofradía y de que nos definiéramos como tal, encontrando en ello un
fuerte vínculo.
Me confesaba, un poco a
regañadientes, que había sido el cura, el Padre Rafael, quien le había dado la
vuelta a su fe como a un calcetín. Muchas charlas con café antes de misa, y
copitas después, que sirvieron para renovarlo casi sin que se diera cuenta,
profundizando en una nueva fe, y convirtiéndose
en una nueva persona, algo similar a lo
que también me estaba pasando a mí. Aprendimos
a ver a Jesús en el rostro de nuestros semejantes, y comprendimos que lo
importante no era lo que pensáramos ni lo que dijéramos, sino lo que hiciéramos.
Serían nuestras obras por las que nos juzgarían.
Compartí con él la lectura de
varios libros, “Jesús, aproximación histórica”, de José Antonio Pagola, “Jesús de Nazaret” de Joseph Ratzinger,
nuestro Papa Benedicto XVI, la “Carta encíclica de Deus Caritas Est, sobre el
amor cristiano” también del Papa, la “Imitación de Cristo” de Tomás Kempis, y
algún que otro, lecturas que compaginábamos semanalmente con la del Evangelio
Diario.
Empezamos a vivir nuestra
espiritualidad de una manera diferente, mucho más intensa, mucho más viva, más
acorde a las nuevas formas que proponía nuestra hermandad, la del Cristo
Resucitado, renacido a la vida. Algo estaba cambiando en nuestro interior y
ambos lo sabíamos.
Aquel nacimiento al unísono en
la comprensión de un Cristo Vivo, reforzó tremendamente nuestra amistad, pues
los lazos que existían entre nosotros se estrecharon de manera fortísimas y nos hermanamos en ese misterio tan
insondable de nuestra fe.
Aunque lo cierto es que no sólo
compartimos lecturas religiosas, sino que él me hizo cómplice de sus escritos
jurídicos, contándome algunas confidencias de los casos que había llevado como
abogado a lo largo de su vida, en la
confianza de que guardaría bien sus
secretos. Y yo por mi parte, también encontré
en él al confidente con quien compartir confidencias.
Le leía mis poemas, poemas de estilo libre que a él no le gustaban, por
no contar con aquella rigurosa métrica que había aprendido en sus colegios de
infancia. Me dejó prestado un libro de texto con el que había
estudiado de joven, pretendía con ello que yo entendiera la poesía de la misma
manera que él, algo que nunca fue posible, porque ambos éramos personas bien
distintas. Se trataba del libro “Historia
de la Literatura Española” de José Manuel Blecua. Por supuesto me leí de cabo a
rabo, pero sólo me sirvió para reforzar la tesis de que con la literatura, al
igual que con la fe, él debía de renacer.
Por cierto, recuerdo ahora que nunca le devolví aquel libro. Yo le hablaba, en
cambio, de Benedetti, de sus poemas
preciosos con rima libre, le hablaba de Jeannette L. Clariond, de Julio César Aguilar, de Iván Segarra Báez, de Ramón de Almagro, de Teodoro R. Frejtman , de Francisco Azuela y de
tantos otros poetas contemporáneos y él se escandalizaba diciendo que toda esa
gente ni eran poetas ni nada de nada, que lo único que escribían eran
paparruchas. Para él los poetas eran
aquellos que había estudiado de joven, y de entre ellos, Pemán, a quien
admiraba sobremanera. Me vi obligado a escribir varios sonetos para demostrarle
que yo también era capaz de escribir respetando la métrica que tanto le
gustaba, incluso escribí un poema alejandrino, de
catorce sílabas métricas, para convencerlo de que el problema no era respetar
las formas académicas, sino imponer una revolución en la literatura que siempre
he tenido por necesaria, aunque la verdad es que no sé, a ciencia cierta, si
conseguí convencerlo o no, porque al margen de todo, era también testarudo como
él solo. No obstante, con independencia de si lo conseguí o no, lo cierto era
que ambos disfrutábamos muchísimo hablando de aquellas cosas del derecho, de la
literatura, y también, cómo no, de
política y de economía y algunas otras cosillas más banales que quedarán entren
nosotros. Tenía una mente preclara y ciertamente era un hombre muy culto.
Compartimos mesa y mantel muchas
veces. Le encantaban las alitas de pollo, y los flamenquines choriceros de la
Bahía, aunque para lo del comer, tampoco era demasiado delicado. Era exigente,
eso sí, con el tinto de verano, que debía
tener la fuerza de gas y la temperatura apropiada, porque si no protestaba.
Era sevillista hasta la médula. De hecho, me llevó varias veces a la ciudad
que amaba, y no sólo para ver a su equipo jugar
y presentarme al Arrebato, vecino de asiento en la grada del Sánchez
Pizjuan, sino para mostrarme su casa y
todas las calles por las que paseó en su juventud universitaria de la mano de la mujer que siempre quiso y
que tanto mencionaba.
“Aquí tomábamos tapitas cuando
mi hermano Pepe me traía algo de dinero y me lo podía permitir” “Por aquí
paseábamos cada tarde, agarrados de la mano, y allí, refugiado bajo el dintel
de aquel portal nos dimos nuestro primer beso, en la mejilla, por supuesto…”
Todos esos momentos, y
muchísimos más que sería imposibles traer de golpe a mi memoria, cimentaron
esta amistad tan fuerte.
En la hermandad todos sabíamos
que estaba enfermo, todos éramos conscientes de su gravedad, pero a pesar de
haber estado la noche anterior a su muerte hablando de eso precisamente, con mí
otro gran amigo Miguel Hierro y Alberto Salas, nunca pude llegar a imaginar que
sería tan repentinamente su marcha, ni que lo perdería para siempre.
Lo había visto un par de días
antes, en el hospital, y me hizo algún que otro encargo que cumplí al pie de la letra, tal y como él
se merecía. Fue un sábado y habíamos
acordado que si todo salía bien, el próximo miércoles haríamos por almorzar, si
era posible. Yo le dejé hablar, a sabiendas de que aquello que me estaba
diciendo formaba parte de una fantasía, pues la realidad era más dura. Me contó
aquel día, que por la mañana se había comido un par de huevos fritos con tomate
que le supieron de rechupete, y que pronto, cuando consiguiera sobreponerse,
celebraríamos el cincuentenario al
frente de esa profesión que amaba y que siempre ejerció con orgullo y vocación,
con una vocación realmente profunda.
Otras veces, sencillamente nos
quedábamos el uno junto al otro, haciéndonos compañía, porque habíamos hablado
tanto que dejábamos de tener necesidad de contarnos cosas, y nos quedábamos sencillamente
callados, en silencio.
Recuerdo que siempre, al llegar cuaresma,
nos traía un artículo en el que nos relataba sus experiencias como abogado.
Quería publicarlo en el boletín de la
Hermandad, y yo buscaba la manera de explicarle que allí debíamos publicar sólo
noticias y artículos concernientes a la hermandad y no de nuestras vivencias
personales. Obviamente yo no entendía entonces que para él no había diferencias
entre la hermandad y su vida particular.
El era quien me sustituía cuando
faltaba a las Juntas haciendo de
Secretario. Tomaba notas y redactaba las actas. Las suyas se notaban por esa
manera tan particular que tenía de emplear las mayúsculas y las minúsculas, mezclándolas como le daba la
gana. En su redacción se desdibujaba su
espíritu vivaracho, la alegría de su alma, ese buen humor congénito que siempre
tuvo, hasta el final de sus días.
Se enfadaba a veces con el
mundo. Se enfadaba cuando le hacían de menos, y sus enfados eran como las
pataletas de los niños pequeños,
intensos pero breves, y lo cierto es que no guardaba rencor, pues era capaz de
perdonar al poco que se lo propusieran, y cuando lo hacía, lo hacía de corazón.
Se molestaba cuando no le dejaban hablar, o cuando le cortábamos en las Juntas,
pero aquellos cabreos fueron siempre pasajeros y duraban sólo el tiempo que
tardábamos en llegar a la Montanera y pedirnos la tapa del día, no más.
Su fuerza y su alegría me
embriagaron siempre, y con el cariño que demostró a mis hijos y a mi mujer, me
conquistó para siempre. El era un hombre que sabía querer y hacerse querer por
los demás
Yo sé que me quería, que me
quería mucho y que me admiraba, quizás tanto como yo a él. No dejaba de
repetírmelo siempre. Nos conocíamos bien el uno al otro. El siempre me decía
que nos parecíamos mucho, que lo poco que discrepamos no era suficiente para que fuese un problema
para nuestra amistad, que teníamos mucho más cosas en común que diferencias, y
en eso tenía razón, como en tantas otras
cosas.
Amaba a los suyos de manera
intensa. Se le llenaba la boca cuando hablaba de ellos y se le caía la baba. Le
gustaba aquellos domingos que junto a su nieto se iba a buscar algún lugar
donde almorzar. Me contaba que disfrutaba muchísimo viéndole comer, viéndole
crecer, viéndole vivir.
No he vuelto a hablar con nadie
de él desde su muerte, creo que no puedo hacerlo sin que la emoción me embargue
y se me inunden los ojos de lágrimas, aunque no sé si es tristeza lo que siento
u otro sentimiento extraño que no sé explicar demasiado bien, y es que, de
alguna forma tengo la certeza de que se encuentra en el lugar que anhelaba. El
quería reencontrarse con los suyos, y a mí no me cabe la menor duda de que así
ha sido. Ese convencimiento hace que por una parte su marcha no sea tan
dolorosa, aunque es imposible obviar el sentimiento de soledad que nos dejó.
Seguro que con sus historias
pícaras y divertidas estará haciendo reír a ese Dios Vivo en el que aprendió a
creer, de la misma manera que me hizo
reír a mí tantas veces.
Para mí siempre será un
ejemplo, un hombre que me ha marcado
profundamente desde su sencillez, por el
mero hecho de haber compartido de manera tan generosa ese cariño que
rebosaba de su alma a borbotones, como
si fuera una fuente. Podría seguir
escribiendo horas y horas y no acabar nunca, pero todo aquello que me dio,
aquel gran tesoro de la amistad sincera, me lo guardo para conservarlo en mi interior.
Lo echaré siempre de menos, eso
es innegable, pero tengo la dicha de haber compartido un tiempo con él que para
mí es, y será siempre, una vivencia preciosa.
In memoria
Poema
dedicado a Paco Luna
De
métrica libre, como tributo a la tolerancia
en
la que desembocó nuestra verdadera amistad.
Junto
a la ladera, amigo, mirando desde abajo,
pasé echándote de
menos.
Allí estabas,
de la mano de la mujer
que amabas,
compartiendo el
alma de las flores
y de la hierba que
crece
sobre la tierra mojada,
mostrando a
tu amor,
el hombre que miraba,
señalándome orgulloso
por la amistad
sincera
al tiempo que pasaba.
Junto a la ladera, del
monte de la paz
donde habitas para
siempre en tu palacio eterno,
danzando en una fiesta
de gente que te
quiere y te esperaba.
Y me miraste amable,
contento,
bajo las luces de
colores
que alumbran la
verbena.
Aún no tengo fuerzas
para explicar al mundo
el ímpetu del
sentimiento puro ,
y menos, el dolor
de la ausencia repentina e inesperada.
No sé como contar la soledad sobrevenida por tu marcha,
ni el vacío profundo
como agujero oscuro
que me llenó de pena
robando mis palabras.
Junto a la ladera,
amigo, al tiempo que pasaba,
mirando hacia arriba
para verte,
contemplando el baile
de la alegría profunda
comprendí en ese
instante,
que era eso,
exactamente eso,
todo a cuanto
aspirabas.
Descansa en paz,
amigo, y baila.
Ignacio Bermejo Martínez