8 de noviembre de 2012

“In memoria” A mi amigo Paco Luna.



“In memoria”
A mi amigo Paco Luna.
(El día 23 hará un año de su muerte)


A veces nos encontramos en la vida con personas que nos marcan de una manera especial, con las que convivimos y con las que compartimos nuestras pequeñas o grandes cosas. Personas de las que nos hacemos, de alguna manera, cómplices y amigos. La amistad, cuando es sincera, es un vínculo muy fuerte, algo sagrado que perdura incluso por encima de los límites de nuestra comprensión humana.

                Recuerdo muy nítidamente la primera vez en mi vida que vi a ese pequeño gran hombre.  Se acercó a mí repleto de aquel entusiasmo casi infantil que le rebosaba desde  el alma  y, nervioso, impulsivo y vehemente, tal cual era,  me dijo emocionadísimo que aquel discurso que acababa de pronunciar, el de la famosa pirámide invertida,  le había parecido uno de las mejores reflexiones cofrades que había oído en su vida.  Se trataba de la idea que yo tenía en la cabeza de cómo debía ser la verdadera hermandad, un discurso que articulé frente a los hermanos fundadores de la Resurrección, en la primera asamblea y que ciertamente sirvió para contagiarlos del ímpetu necesario para que el proyecto que nacía, tomara forma, fuerzas y continuara hacia delante, hasta su buen fin.
                Su pelo cano, rizado y prieto, su rostro rollizo, como sus labios, su piel bermeja y sus ojos alegres y vivarachos, elogiándome de manera tan entrañable, tan intensamente que, desde aquel mismo momento, intuí que aquel hombre y yo llegaríamos a ser grandes amigos.
                Lo cierto es que aquel comienzo tan intenso, tan explosivo de nuestra Hermandad, no sirvió de mucho, pues el proyecto murió de éxito. Tristemente suelen pasar estas cosas. Aquel génesis fallido desencantó a muchos que terminaron alejándose de la hermandad  para siempre, algunos por voluntad propia y otros no tanto, lo cierto es que el Padre Rafael, gestionando aquella primera crisis, nos llamó a algunos para que afrontáramos el proyecto y asumiéramos un protagonismo que inicialmente no tuvimos, en la que fuera la primera Junta de Gobierno.  Aquel segundo nacimiento de nuestra hermandad fue doloroso, pues ciertamente supuso la ruptura con un tiempo y con determinadas amistades que debo reconocer que eran importantes, pero a pesar del dolor, algunos no dudamos en afrontar el problema  y decidimos continuar con el proyecto a sabiendas de que nos enfrentaríamos a tiempo difíciles, pero en la convicción de que era eso lo que debíamos hacer desde nuestra responsabilidad, y así lo hicimos.
                Fue mi gran amigo José Adolfo Baturone quien dio un paso importante y comprometido, poniéndose al frente de aquella segunda Junta de Gobierno, que partía hacia la aventura de un nuevo renacer, con un modelo diferente, quizás no tan ilusionante, pero mucho más real.  Aquella nueva junta, mermada de miembros, tuvo que incorporar  nuevos nombres, y entre ellos el de este hombre, quien se había ofrecido a pertenecer con aquella ilusión resplandeciente con la que nos contagiaba a todos. Bueno, creo que sería más correcto afirmar que con su ilusión tan radiante nos maravillaba.   
                A partir de aquel momento, fruto de la convivencia diaria que mantuvimos desde entonces, se fue forjando una amistad profunda, amparada en el contexto de nuestra fe, porque ambos creíamos, pero lo hacíamos de manera diferente.  Esas diferencias propiciaron largas y agradables tertulias entre él y yo. Él exponiendo sus ideas  un tanto arcaicas,  pasadas, basadas en su formación de catecismo antiguo, y yo,  tratando de explicarle mi fe en un Dios Vivo que no se ve en las estampas ni en las tallas de Cristos Procesionales de Madera, sino en los ojos de las personas, de nuestros semejantes, con independencia de que viviéramos nuestra fe en el seno de una cofradía y de que nos definiéramos como tal, encontrando en ello un fuerte vínculo.
                Me confesaba, un poco a regañadientes, que había sido el cura, el Padre Rafael, quien le había dado la vuelta a su fe como a un calcetín. Muchas charlas con café antes de misa, y copitas después, que sirvieron para renovarlo casi sin que se diera cuenta, profundizando en  una nueva fe, y convirtiéndose en  una nueva persona, algo similar a lo que también me estaba pasando a mí.  Aprendimos a ver a Jesús en el rostro de nuestros semejantes, y comprendimos que lo importante no era lo que pensáramos ni lo que dijéramos, sino lo que hiciéramos. Serían nuestras obras por las que nos juzgarían.  
                Compartí con él la lectura de varios libros, “Jesús, aproximación histórica”, de José Antonio Pagola,  “Jesús de Nazaret” de Joseph Ratzinger, nuestro Papa Benedicto XVI, la “Carta encíclica de Deus Caritas Est, sobre el amor cristiano” también del Papa, la “Imitación de Cristo” de Tomás Kempis, y algún que otro, lecturas que compaginábamos semanalmente con la del Evangelio Diario.
 Empezamos a vivir nuestra espiritualidad de una manera diferente, mucho más intensa, mucho más viva, más acorde a las nuevas formas que proponía nuestra hermandad, la del Cristo Resucitado, renacido a la vida. Algo estaba cambiando en nuestro interior y ambos lo sabíamos.
                Aquel nacimiento al unísono en la comprensión de un Cristo Vivo, reforzó tremendamente nuestra amistad, pues los lazos que existían entre nosotros se estrecharon de manera fortísimas  y nos hermanamos en ese misterio tan insondable de nuestra fe.
                Aunque lo cierto es que no sólo compartimos lecturas religiosas, sino que él me hizo cómplice de sus escritos jurídicos, contándome algunas confidencias de los casos que había llevado como abogado  a lo largo de su vida, en la confianza de que guardaría  bien sus secretos. Y yo por mi parte, también encontré  en él al confidente con quien compartir confidencias.
Le leía mis poemas, poemas de estilo libre que a él no le gustaban, por no contar con aquella rigurosa métrica que había aprendido en sus colegios de infancia.  Me dejó  prestado un libro de texto con el que había estudiado de joven, pretendía con ello que yo entendiera la poesía de la misma manera que él, algo que nunca fue posible, porque ambos éramos personas bien distintas.  Se trataba del libro “Historia de la Literatura Española” de José Manuel Blecua. Por supuesto me leí de cabo a rabo, pero sólo me sirvió para reforzar la tesis de que con la literatura, al igual que con la fe,  él debía de renacer. Por cierto, recuerdo ahora que nunca le devolví aquel libro. Yo le hablaba, en cambio,  de Benedetti, de sus poemas preciosos con rima libre, le hablaba de Jeannette L. Clariond, de  Julio César Aguilar, de  Iván Segarra Báez, de  Ramón de Almagro, de  Teodoro R. Frejtman , de Francisco Azuela y de tantos otros poetas contemporáneos y él se escandalizaba diciendo que toda esa gente ni eran poetas ni nada de nada, que lo único que escribían eran paparruchas.  Para él los poetas eran aquellos que había estudiado de joven, y de entre ellos, Pemán, a quien admiraba sobremanera. Me vi obligado a escribir varios sonetos para demostrarle que yo también era capaz de escribir respetando la métrica que tanto le gustaba, incluso escribí un poema alejandrino,  de catorce sílabas métricas, para convencerlo de que el problema no era respetar las formas académicas, sino imponer una revolución en la literatura que siempre he tenido por necesaria, aunque la verdad es que no sé, a ciencia cierta, si conseguí convencerlo o no, porque al margen de todo, era también testarudo como él solo. No obstante, con independencia de si lo conseguí o no, lo cierto era que ambos disfrutábamos muchísimo hablando de aquellas cosas del derecho, de la literatura, y también, cómo no,  de política y de economía y algunas otras cosillas más banales que quedarán entren nosotros. Tenía una mente preclara y  ciertamente era un hombre muy culto.
                Compartimos mesa y mantel muchas veces. Le encantaban las alitas de pollo, y los flamenquines choriceros de la Bahía, aunque para lo del comer, tampoco era demasiado delicado. Era exigente, eso sí,  con el tinto de verano, que debía tener la fuerza de gas y la temperatura apropiada, porque si no protestaba.
                Era sevillista hasta la médula.  De hecho, me llevó varias veces a la ciudad que amaba, y no sólo para ver a su equipo jugar  y presentarme al Arrebato, vecino de asiento en la grada del Sánchez Pizjuan,  sino para mostrarme su casa y todas las calles por las que paseó en su juventud universitaria  de la mano de la mujer que siempre quiso y que tanto mencionaba.
                “Aquí tomábamos tapitas cuando mi hermano Pepe me traía algo de dinero y me lo podía permitir” “Por aquí paseábamos cada tarde, agarrados de la mano, y allí, refugiado bajo el dintel de aquel portal nos dimos nuestro primer beso, en la mejilla, por supuesto…”
                Todos esos momentos, y muchísimos más que sería imposibles traer de golpe a mi memoria, cimentaron esta amistad tan fuerte.
                En la hermandad todos sabíamos que estaba enfermo, todos éramos conscientes de su gravedad, pero a pesar de haber estado la noche anterior a su muerte hablando de eso precisamente, con mí otro gran amigo Miguel Hierro y Alberto Salas, nunca pude llegar a imaginar que sería tan repentinamente su marcha, ni que lo perdería  para siempre.
                Lo había visto un par de días antes, en el hospital, y me hizo algún que otro encargo  que cumplí al pie de la letra, tal y como él se merecía.  Fue un sábado y habíamos acordado que si todo salía bien, el próximo miércoles haríamos por almorzar, si era posible. Yo le dejé hablar, a sabiendas de que aquello que me estaba diciendo formaba parte de una fantasía, pues la realidad era más dura. Me contó aquel día, que por la mañana se había comido un par de huevos fritos con tomate que le supieron de rechupete, y que pronto, cuando consiguiera sobreponerse, celebraríamos el  cincuentenario al frente de esa profesión que amaba y que siempre ejerció con orgullo y vocación, con una vocación realmente profunda.
                Otras veces, sencillamente nos quedábamos el uno junto al otro, haciéndonos compañía, porque habíamos hablado tanto que dejábamos de tener necesidad de contarnos cosas, y nos quedábamos sencillamente callados, en silencio.  
                Recuerdo que siempre, al llegar cuaresma, nos traía un artículo en el que nos relataba sus experiencias como abogado. Quería  publicarlo en el boletín de la Hermandad, y yo buscaba la manera de explicarle que allí debíamos publicar sólo noticias y artículos concernientes a la hermandad y no de nuestras vivencias personales. Obviamente yo no entendía entonces que para él no había diferencias entre la hermandad y su vida particular.  
                El era quien me sustituía cuando faltaba a  las Juntas haciendo de Secretario. Tomaba notas y redactaba las actas. Las suyas se notaban por esa manera tan particular que tenía de emplear las mayúsculas y  las minúsculas, mezclándolas como le daba la gana.  En su redacción se desdibujaba su espíritu vivaracho, la alegría de su alma, ese buen humor congénito que siempre tuvo, hasta el final de sus días.
                Se enfadaba a veces con el mundo. Se enfadaba cuando le hacían de menos, y sus enfados eran como las pataletas  de los niños pequeños, intensos pero breves, y lo cierto es que no guardaba rencor, pues era capaz de perdonar al poco que se lo propusieran, y cuando lo hacía, lo hacía de corazón. Se molestaba cuando no le dejaban hablar, o cuando le cortábamos en las Juntas, pero aquellos cabreos fueron siempre pasajeros y duraban sólo el tiempo que tardábamos en llegar a la Montanera y pedirnos la tapa del día, no más.
                Su fuerza y su alegría me embriagaron siempre, y con el cariño que demostró a mis hijos y a mi mujer, me conquistó para siempre. El era un hombre que sabía querer y hacerse querer por los demás
                Yo sé que me quería, que me quería mucho y que me admiraba, quizás tanto como yo a él. No dejaba de repetírmelo siempre. Nos conocíamos bien el uno al otro. El siempre me decía que nos parecíamos mucho, que lo poco que discrepamos  no era suficiente para que fuese un problema para nuestra amistad, que teníamos mucho más cosas en común que diferencias, y en eso tenía  razón, como en tantas otras cosas.
                Amaba a los suyos de manera intensa. Se le llenaba la boca cuando hablaba de ellos y se le caía la baba. Le gustaba aquellos domingos que junto a su nieto se iba a buscar algún lugar donde almorzar. Me contaba que disfrutaba muchísimo viéndole comer, viéndole crecer, viéndole vivir.
                No he vuelto a hablar con nadie de él desde su muerte, creo que no puedo hacerlo sin que la emoción me embargue y se me inunden los ojos de lágrimas, aunque no sé si es tristeza lo que siento u otro sentimiento extraño que no sé explicar demasiado bien, y es que, de alguna forma tengo la certeza de que se encuentra en el lugar que anhelaba. El quería reencontrarse con los suyos, y a mí no me cabe la menor duda de que así ha sido. Ese convencimiento hace que por una parte su marcha no sea tan dolorosa, aunque es imposible obviar el sentimiento de soledad que nos dejó.
                Seguro que con sus historias pícaras y divertidas estará haciendo reír a ese Dios Vivo en el que aprendió a creer,  de la misma manera que me hizo reír a mí tantas veces.
                Para mí siempre será un ejemplo,  un hombre que me ha marcado profundamente desde su sencillez, por el  mero hecho de haber compartido de manera tan generosa ese cariño que rebosaba de su alma a borbotones,  como si fuera una fuente.  Podría seguir escribiendo horas y horas y no acabar nunca, pero todo aquello que me dio, aquel gran tesoro de la amistad sincera,  me lo guardo para conservarlo en mi interior.  
                Lo echaré siempre de menos, eso es innegable, pero tengo la dicha de haber compartido un tiempo con él que para mí es,  y será siempre,  una vivencia preciosa.


In memoria
Poema dedicado a Paco Luna
De métrica libre, como tributo a la tolerancia
en la que desembocó nuestra verdadera amistad.

Junto a la ladera, amigo, mirando desde abajo,
pasé echándote de menos.

Allí  estabas,
de la mano de la mujer que amabas,  
 compartiendo el alma de las flores
y de la hierba que crece
sobre la tierra mojada,
mostrando a tu amor,
el hombre que miraba,
señalándome orgulloso
 por la amistad sincera
al tiempo que pasaba.

Junto a la ladera, del monte de la paz
donde habitas para siempre en tu palacio eterno,
danzando en una fiesta
de gente  que te quiere y te esperaba.

Y me miraste amable, contento,
bajo las luces de colores
que alumbran la verbena.

Aún no tengo fuerzas para explicar  al mundo
el ímpetu del sentimiento puro ,
y menos,  el dolor de la ausencia repentina  e  inesperada.

No sé como contar la soledad sobrevenida por tu marcha,
ni el vacío profundo como agujero oscuro
que me llenó de pena robando mis palabras.

Junto a la ladera,  amigo, al tiempo que pasaba,
mirando hacia arriba para verte,
contemplando el baile  de la alegría profunda
comprendí  en ese instante,
que era eso, exactamente eso,
todo a cuanto aspirabas.

Descansa en paz,  amigo, y baila.


Ignacio Bermejo Martínez